Y ahí estaban: las pulsaciones punzantes en la garganta, el
dolor vago que cala en los huesos, esa especie de vacío frío que encoge las
güevas, y por supuesto ese dolor espeso que abriga los ojos, ese tipo
específico de malestar con el que los glóbulos oculares parecen estar por
estallar, esa cepa de ceguera roja, no negra ni blanca, que resulta del absoluto
triunfo de los síntomas de la enfermedad sobre el cuerpo y hace caer los
párpados, bajar las defensas, rendirse ante lo inevitable.
La fiebre ha tomado posesión de un nuevo cuerpo, y sobre ese telón oscuro, rojizo y gigante, que son los ojos cerrados del sujeto que arde en delirios, empiezan a desfilar imágenes caleidoscópicas neón, trazas de formas bacterianas y virales que parecen seguir el movimiento del iris aún estando tapado, flashazos en rojo y negro de caras conocidas, lugares inexplorados, objetos no existentes, el horror.
Cae la noche y la luz de la habitación continúa apagada, pero no importa, el individuo postrado en cama no lo notará, en su mundo infrarrojo de alucinaciones fulgurantes el único consuelo llegará cuando por fin logre conciliar el sueño.
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